Hermann Sepúlveda

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Hermann Sepúlveda Torres, nació el 2 de febrero de 1986. La historia de Hermann se identifica con la de muchos transeúntes del centro de la capital, quienes veían en el Palacio Pereira un bello, pero derruido y enigmático edificio. Durante los años 90, la curiosidad de Hermann y su amigo Francisco les llevó a inspeccionar el exterior del Palacio y encontrar un timbre, el cual correspondía a la casa de la familia Lelas, cuidadores del recinto. Años más tarde, se reencontraron con un antiguo miembro de la familia, quien había estado aquel día en que intentaron conocer el interior del Palacio.

El Palacio fue para mí un nuevo horizonte, desde muy niño me movía dentro del cuadrante: Bandera, Mac-Iver, Alameda, San Pablo. San Martín fueron terrenos nuevos desde mis diecinueve años.

 

Con mi gran amigo Francisco, salíamos con cámara en mano (análoga, sólo con treinta y seis tomas de la suerte) con la tarea de registrar todos los edificios y casas antiguas, con la agonía de saber que el centro de la ciudad sobreviva a duras penas, que cada espacio construido antes de los sesenta era un zombi de ventanas rotas y abusado por palomas, muchos por su estado gritando eutanasia arquitectónica.

 

Al toparnos con el Pereira, este inamovible monstruo, el que nos devoró los sesos con sus detalles ruinosos, cornisas, capiteles, ménsulas, todo a medio sostener; era  ver a un anciano decrépito sin pelo, sin dientes y los ojos con glaucoma. Asombrados hacíamos conjeturas, mirando, apuntando, comentando cada grieta, cada faltante, cada material, imaginando colores... mas hubo un detalle que nos hizo mirarnos y reír… un pequeño detalle, un timbre... sí, un timbre y ¡funcionaba! Esos de las casas, de las casa habitadas por supuesto.

 

Entre incredulidad, curiosidad y a son de juego lo tocamos muertos de risa, por lo ridículo de la escena, pues quien podría salir a recibirnos desde esa cáscara vieja a punto de venirse abajo… obvio que nadie saldría, así cruzamos la calle San Martín cuando, atónitos, vimos desde la vereda que la puerta ajada y madera reseca se abría con dificultad y salía una chica muy linda, que justamente ese día iba con vestido, ayudando  más a la imagen casi fantasmal, etérea. Ella mirando de lado a lado sin saber quién tocaba su timbre y nosotros mirándonos al borde de  creer que era una aparición, y en esos pequeños instantes de incredulidad y al ver que la puerta ajada de madera reseca ya se cerraba, corrimos al encuentro de esta «aparición» para saber cómo podíamos entrar a su casa y conocer ese espacio mítico. Luego de tantear que si era real (tomando en cuenta que éramos hijos de los noventa, aun creyentes de las supersticiones de la  noche de San Juan), ella muy amable no se negó del todo, pero nos explicó que sería engorroso, que debíamos hablar con el dueño (propietario de una inmobiliaria, sin comentarios), pues ella no podría, de hacerlo podía causar problemas. Sin incomodar más, le agradecimos mucho, nos despedimos, nos sonrió y desapareció detrás de la puerta ajada de madera seca.

 

Caminamos lento sin mirarnos, en silencio por un instante sin creer que aún desde esa ruina, nos atendieron sólo por tocar el timbre, nos miramos y entre bromas y risas nerviosas aún sosteníamos la maravillosa idea de haber sido observadores de un fenómeno paranormal.

 

Pasaron dos años tal vez y sobre la cómoda de Francisco estaba una las fotografías del Palacio, tomadas en ese épico paseo, cuando una comensal de sus tías le comenta muy liviana que ella vive allí desde los cuatro años de edad. Francisco, sin dar crédito a esta historia, no demora en relatar nuestro periplo de aquél día y ella afirma que era su hermana quien abrió la puerta. No pasó más de unos minutos, cuando recibo la llamada de teléfono de casa de mi amigo lleno de emoción porque podríamos entrar a ese mausoleo arquitectónico del cual tuve la oportunidad de registrar en fotografías, tanto de noche y semanas más tarde en todos su magna decadencia de día, además de oír las historias de apariciones y el por qué del deterioro, no precisamente por el paso natural del tiempo.

 

Ahora ya restaurado, por más que lo miro, sigo viendo ese timbre de la calle San Martín y ese portón ajado de madera seca que tantas veces se abrió para nosotros con conversaciones amenas y tardes frescas llenas de Tarot.

Santiago
2021

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